Teatro

Buenos Aires. Años ’80. Yo estaba en la primaria y por entonces era habitual ir al teatro como actividad escolar. Una experiencia completamente fascinante: desde coger el autobús que nos llevaba al teatro en el centro de la ciudad. Recorrer esas calles, con rastros arquitectónicos coloniales. Desde la perspectiva de un niño, todo era trascendente.

Y entonces llegar a al teatro, donde la experiencia arrasaba desde el primer momento en que entrábamos. Educado en un colegio católico donde cada semana íbamos a misa, la sensación al entrar a un teatro no difería demasiado de la de entrar en una iglesia. En ambos casos sentía que se trataba de un lugar sagrado. El silencio, la acústica, el espacio que invita a entrar en un plano de introspección, era un link entre ambos mundos convocantes de gente.

Pero mientras que en la iglesia la luz resplandecía entrando por los vitrales y el blanco gobernaba la escena resaltando las esculturas de Jesús o las vírgenes, y los cuadros que detallaban el horror de la pasión de Cristo, en el teatro primaban la oscuridad, el negro y el vacío. Una neutralidad filosófica que acentuaba el misterio, la magia y la vía libre para entregarse a la obra. Esas palabras escritas en un papel, no con el fin de moldear un pensamiento si no, por el contrario, para invitarnos a reflexionar y preguntarnos sobre cómo vivimos, como funcionamos y como actuamos los seres humanos.

Si en la iglesia te ofrecían respuestas y condiciones, en el teatro te insuflaban preguntas, nuevas miradas, rebeldía y juego.

Nunca dejé de ver a esos tipos y tipas ahí arriba jugando. Muy seriamente, pero jugando.

Pues desde aquella primera obra que vi, supe que quería estar ahí. Porque veía en mi entorno que la adultez significaba dejar de jugar. Y eso no me lo iba a permitir.